jueves, 7 de julio de 2016

¡Mamá!
¡Hay una mosca en la sopa!

Ese día llegué de la escuela a la hora de siempre. Dejé el bolso en el rincón de la sala, los zapatos esparcidos por el pasillo y el uniforme quedó desparramado por toda mi habitación.

Las carreras a esa hora eran de todos los días para coger el mejor lugar en la mesa del comedor, junto a papá, que también llegaba en ese momento para almorzar con nosotros y solo tenía treinta minutos para regresar a su trabajo de empacador de frutas y verduras en la plaza de mercado central.

Me senté de primero en la silla más alta, luego llegaron mis dos hermanos mayores, Pepe y Alfredo, y unos segundos después, mi hermanita Vanesita, la menor de la casa.

Mi papá se sentó a mi lado, serio como siempre, ansioso por el almuerzo.

Mamá gritó desde la cocina:
¡Ya estuvo el almuerzo, prepárense que estoy sirviendo! ¡Hoy es sopa de fideos!

Esas palabras de mi madre fueron música para mis oídos.

Yo había llegado de la escuela con muchísima hambre y la noticia de que el almuerzo era sopa de fideos me abrió aún más el apetito. Debo confesar que para mí, no hay en el mundo una sopa más rica que la sopa de fideos preparada por mi mamá María en su cocinita de barro, y sabe mucho mejor cuando la comemos en familia.

Me acomodé como si estuviera sentado en la silla de un avión que va a despegar del aeropuerto y hasta me abroché el cinturón de seguridad imaginario.

Mi papá activó el control remoto y encendió el televisor. Estaba jugando el Real Madrid y el Barcelona. Ahora si -pensé- no podía existir en ese momento un mejor escenario para el almuerzo: una deliciosa sopa, viendo un buen partido de fútbol, cerquita de los seres amados. Pero debo decir siendo sincero, que aunque mis hermanos y mi papá le hacen fuerza al Barcelona de Messi, mi mamá y yo le vamos al Real, donde juega James y Cristiano Ronaldo.

Por fin llegó mi mamá con los platos. Le sirvió primero a mi papá y pude ver en sus ojos la alegría que produce una buena comida.

Entonces preparé mi cuchara de la suerte, la que me regaló mi abuelita Nena, hecha de árbol de totumo, especial para comer sopas y sancochos de leña.

Seguía yo en el orden de la mesa al lado derecho de mi padre. Las tripas me chirriaban ansiosas del hambre que tenía. Ya no podía esperar más para comer hasta la última gota de esa deliciosa sopa.

Se abrió una vez más la puertecita de la cocina y vi a mamá acercarse con mi plato de porcelana. Estaba rebosante de fideos con papa.

El solo olor que salía de ese enorme plato me recordó mis cumpleaños cuando mi mamá me da la oportunidad de pedir lo que quiera, y ya saben la respuesta, yo pido mi sopa preferida.

Apenas puso mamá mi plato sobre la mesa, empecé a desaparecer cuantas papas y fideos alcanzaba con la cuchara.

Cuando ya había devorado más de la mitad de la sopa, pude ver, entre unos fideos cortos que estaba próximo a comerme, unas paticas negras muy pequeñitas. 
Eran tan pequeñas que tuve que acercarme bien al plato para poder confirmar lo que mis ojos veían. 

¡Sí, eran patas de insecto! Se alcanzaban a ver tres paticas peludas y delgaditas.

Con la cuchara de totumo empecé a escarbar en la sopa para hallar al dueño de las patas.

¿Pero qué tenemos aquí? – pensé sorprendido.

¡Era una pobre mosca desmayada en mi sopa!

Rápidamente la saqué del alimento, la limpié con una servilleta de papel y le soplé aire para que volviera a respirar.

Pero muy pronto se esfumaron todas mis esperanzas. La pobrecita mosca no daba signos de vida.

Me di cuenta que toda mi familia seguía almorzando sin notar el rescate que yo estaba intentando en plena mesa del comedor ese día.

Entonces decidí practicarle al insecto respiración boca a boca, pues al parecer, la mosca se había atragantado al sumergirse en mi comida.

Cogí un pitillo de los que mamá deja sobre el comedor con los cubiertos y las servilletas. Acomodé el pitillo en mi boca y en la de la mosca. Empecé a exhalar muy despacito bocanadas diminutas de oxígeno para intentar revivirla. 

Cuando ya me daba por vencido, cuando el pensamiento de la inevitable muerte de aquel indefenso animalito se paseaba por mi cabeza, pude ver que las paticas de la mosca se movieron lentamente. 
Repetí la respiración con el pitillo hasta que por fin escuché un ruidito que me indicaba que la mosca estaba tosiendo.

¡Gracias a Dios lo había logrado!
¡Salvé a la mosca que cayó en mi sopa de fideos!

Después de unos dos largos minutos, la vi reponerse forzosamente hasta apoyarse en cada una de sus seis paticas. Se tomó todo su tiempo para secarse las alas con las patas traseras, sacudió la cabeza y levantó el vuelo bien lejos de mi plato.

Por un instante rodeó volando mi cabeza, como si me estuviera diciendo algo, y estoy seguro que fue un gesto de agradecimiento y despedida.

No sé en realidad cuantos minutos estuve reanimando la mosca, lo cierto es que cuando ella se fue volando, pude notar que a mi alrededor ya no estaba mi familia, todos habían terminado de almorzar y cada uno había vuelto a sus quehaceres diarios.

Volví a concentrarme en mi almuerzo y terminé de comer toda mi sopa.

En la actualidad, a pesar de que ya han pasado dos semanas después de haberla rescatado de mi comida, todavía, de vez en cuando, siempre que mamá me sirve sopa de fideos, vuelvo a ver a mi amiga la mosca. 

Ella entra volando por la ventana de la cocina, se arrima a mi plato y me saluda moviendo sus paticas, prueba un poquito de mi sopa y vuelve a levantar su vuelo por toda la casa hasta perderse por la ventana de la sala que permanece sin cortinas.

Cuando la he seguido con la mirada, la he visto aterrizar en el basurero de la esquina, en donde se reúne con su familia y amigos y se le ve muy feliz escarbando en la basura fresca.

Autor: Profesor Giovanni Alexander Martínez Támara.
20/Junio/2016

Imagen tomada de internet


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